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jueves, 5 de abril de 2012

De lo bueno hay poco




"... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
                                                                                                         Stefan Zweig

Hay pocos libros y películas  capaces de transportarnos a un nivel que nos transforma después de haberlos vivenciado. Pocos que después de su lectura o vista hagan que nada sea igual porque nuestro imaginario se impregna de sus creaturas como si hubiésemos tenido un vívido sueño al interactuar con ellos. De esos que nos dejan pinturas mentales de lugares a los cuales nunca hemos ido, que tal vez ni siquiera existen, con sus colores, sus ruidos y olores, o indicios de tiempos en los que jamás vivimos o que jamás fueron. De esos de los que nos convertimos en cómplices de por vida.


Hay pocos personajes que se nos hacen próximos, conocidos, amigos, como si habitaran el mundo real o a veces aún más íntimos que personas de carne y hueso que conocemos y tratamos. Hay pocas emociones con las que empatizamos profundamente, que nos hacen reír a carcajadas, llorar a lágrima viva, resonar en la pena, el miedo, la angustia, colmarnos de un ancho sentido de justicia poética, dicha, plenitud o que simplemente nos dejan pensando y abren las puertas de nuestra imaginación para seguir dibujando posibles finales alternativos, episodios que continúan con una trama resuelta años después. 



Nuestra vida y hasta nuestros sueños se enriquecen y se ennoblecen gracias a la calidad de tales obras, ya sea en forma de libro escrito o plasmadas en la pantalla del cine, aunque no nos hacen mejores personas, ni nos dan recetas para vivir mejor. Al contrario, muchas veces nos muestran el camino a la ruina, a la infelicidad absoluta, al abismo más oscuro. Y sin embargo, vibramos colmados de placer estético y en absoluta sintonía con la humanidad de lo que se nos despliega, a punto tal que lamentamos llegar a su fin por el temor a no encontrar ningún otro que nos conquiste y nos absorba con la misma intensidad, como sucede con los abandonos amorosos: tememos ser incapaces de volver a enamorarnos con la misma pasión.


Sucede, igual que con los amores, que la vivencia, el atractivo y la opinión es personal e intransferible. El que ha sido inigualable para uno tal vez sea totalmente prescindible para otro, el que viene con recomendaciones de bueno de alguien quizás resulte insulso y carente de atractivo para uno. Y pasa también que depende del momento de la vida en el que se cruzan en nuestro camino. Su trama debe llegar a la trama narrativa de nuestra propia existencia en el momento en el que  mejor encaja, y sólo así se entrelaza con ella.


Lo que la obra tiene para contarnos se liga a la masa de nuestra propia identidad y al relato de nuestra biografía. Como con los hechos de nuestra existencia, la memoria de esas obras colabora agigantando los detalles que dejaron las palabras o las imágenes por sobre los hechos que cuentan, y frecuentemente olvidamos giros del argumento en crudo aunque recordamos el eco de la esencia que nos hizo retenerlos. Queda el residuo del fluir discursivo del que somos lectores o espectadores, tal como queda el recuerdo de lo que fuimos protagonistas y que más tarde narramos a quien quiera escucharlo ajustando aquí o allá con la ayuda de la memoria y agregando una pizca de ficción sin ninguna maldad, sólo para hacer la narración más atractiva o digerible. 


El mundo seguirá girando igual tras habernos sumergido en una de esas obras que dejan huella, pero sabremos que existen otros mundos paralelos. Nuestra vida seguirá siendo la misma, pero percibiremos otras vidas en nuestro interior sin tener que asumirnos locos, sin tener que abandonar nuestro rincón de lectura favorito o la butaca del cine para ir a parar al sillón de un psicoanalista y confesar que hemos desarrollado algún trastorno mental.

Y me pasa cada vez con más frecuencia que no sé cómo encontrar escapes tan sanos. Será que he perdido el sentido del olfato. Ir en busca de un libro o una película del tipo que surte ese efecto de un antes y un después no me resulta tarea fácil. Me hundo en la desconfianza al entrar de cacería en las boutiques del consumo donde se exhibe en primera plana lo último, lo más vendido, lo snob, lo que se nos vende por bueno.


Estoy con ganas de toparme con un trago largo y fuerte de esos con la certeza de que lo que me depara se apoderará completamente de mí mientras lo ingiera a cambio de mi entrega incondicional al placer y la demanda de la aventura de autoindagación a la que me zambullo. Si saben de algún ejemplar capaz de surtir ese efecto, por favor avisen.


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