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viernes, 6 de septiembre de 2013

La histora de mi árbol hoy (III)



 Mi jardín es una escuela de vida, muerte y resurrección. No hay libro mejor para hacerse jardinero que el que se lee en los árboles y las plantas, hijos de la Madre Naturaleza. Sólo el jardinero que riega y cuida a sus plantas las conoce por su nombre, las llama, les toca la raíz para nutrirlas de amor, se mancha con su savia, y a veces, en el afán de cuidarlas, las expone también al dolor, a la enfermedad y hasta a la muerte. Esto lo sabe el jardinero porque a él le sucede igual que a sus plantas, pero son sus plantas, con sus pestes, sus muertes y sus resurrecciones, quienes se lo recuerdan constantemente. Es menester recordar que como llegamos un día, nos vamos, que enfermamos, que a veces en el intento de sanar o fortalecer, malogramos a algún ser viviente sin querer, que el dolor es parte de la vida y que todo esto es un hondo misterio que nos excede y para el cual no existe explicación racional alguna. Hay que aprender el arte de la humildad para aceptar y abrazar al misterio sin entenderlo y sin siquiera cuestionarlo. Y el buen jardinero poco a poco lo va aprendiendo.

  Estoy muy pendiente de mi árbol. He hecho de todo con él. Consulté con los expertos, lo podé, le cambié el sustrato, lo fumigué, y parece que todo esto le ha hecho más mal que bien. Y no era mi intención prolongar una agonía que podría habérsela obviado al pobre árbol pegándole un buen hachazo cuando se enfermó. Yo deseo que reviva con la entrada triunfal de la primavera, pero parece que él no da más con su alma. Y se me viene mi abuela asturiana a la cabeza, que decía sabiamente: "Julio los prepara y agosto se los lleva". Se ve que tenía razón mi abuela. Ella se fue un agosto frío y gris, antes de la primavera, allá por el 85. Pasó una larga estadía en casa y ya no nos conocía. Mi mamá la atendía como a una hija pequeña y desvalida: la levantaba de mi cama, que ocupó por varios meses, mientras que a mí me mandaron a dormir al living comedor, la llevaba al baño, la vestía, le daba la comida, la sentaba en el sillón de la cocina, la bañaba como podía, le lavaba el pelo, le cortaba las uñas, la miraba en silencio, a veces lloraba y otras tantas puteaba, maldecía y le pedía a Dios por favor que se la llevara pronto, cosa que le dio culpa cuando justo la mañana en que iba a internarla en un geriátrico de la vuelta de casa porque ya no podía más con ella, se le murió como un pajarito sentada en el inodoro del baño principal de la casa chorizo, que menos mal que era grande. Nunca escuché a mi mamá quebrarse en un llanto partido en un grito tan desgarrador como aquel que dio ese día, un 11 de agosto. Mi viejo nos echó de la cocina a mi hermana y a mí, y nosotras nos quedamos abrazadas, sintiéndonos chiquitas y temblorosas en nuestra pieza, sentaditas las dos sobre mi cama toda deshecha y tibia todavía, refugiándonos en el calor donde había dormido por última vez mi abuela.

  ¿Por qué tuvo que sufrir así la pobre y noble asturiana? ¿Por qué mi vieja tuvo que cargar con semejante fardo y encima sentir culpa cuando pasó lo que tenía que pasar? ¿Por qué a mí, en mi último año de secundaria, cuando estaba decidiendo mi futuro y necesitaba acompañamiento, me tuvieron que desterrar de mi lugar en mi casa para dárselo a mi abuela? ¿Por qué nos desconocía y se ponía agresiva con nosotros, su única familia? ¿Por qué se murió en el baño en brazos de su única hija devenida en su madre por esos meses eternos, y no dormida, para ahorrarnos a todos ese garrón? No sé. Nadie lo sabe. Pero las preguntas siempre quedan, hasta que por fin un día ves que pasa en las mejores familias, que otros la pasan peor todavía, y pensás que dentro de todo la tuviste fácil. Pero no se siente fácil cuando la estás pasando.

  Hoy me pasa lo mismo con mi árbol. Estoy pendiente de él todo el día, hasta me quedo despierta hasta tarde para acariciarlo, hablarle, susurrarle cosas lindas, darle fuerza, pero no quiere o no puede frondar. Mi esposo ha llegado a hacer una incisión en su empalidecida madera, que se siente fría y muerta, para ver si había verde en el interior de su corteza e intentar darme esperanza. Y el verde está. Sin embargo cada día cuando cae el sol, a esa hora del crepúsculo que huele a angustia por ser el heraldo de la muerte del día, pierdo otra vez el verdor de la esperanza y me voy. Me voy por ahí a dar una vuelta, a distraerme con alguna compra, con alguna tarea mecánica, con alguna canción, con las plantas sanas y fuertes de la terraza. Todos le escapamos al dolor.

 Y al volver a la cocina para preparar la cena, enciendo las luces de mi jardín urbano para extenderle el día a mi árbol de manera artificial, para darle calor, lo riego más que a las otras plantas y lo observo con angustia a través de mi ventana. En casa me dicen que estoy demasiado pendiente, que me involucro demasiado, que al fin y al cabo es un árbol y que se tiene que morir algún día. Pero a mí me parece que como lo he plantado, lo he cuidado, lo he mudado cuando tuve que hacerlo, lo he engalanado para las navidades familiares, lo he usado de escondite de regalos para mis hijos y sobrinos chicos y he ido a celebrar mis alegrías y a llorar mis penas bajo sus ramas cargadas de hojas, lo que hago es simplemente lo que se debe hacer. Nunca es demasiado hacer a la hora de dar amor y cuidados a un enfermo, ¿no? 

  Han llegado hasta a darme un buen reto delante del árbol mismo, diciéndome que tanta cosa le podía hacer peor, que así yo le generaba una dependencia tóxica y egoísta de cuidados paliativos, que tenía que dejar guiarme por los caminos de la Naturaleza, que no siempre coinciden con los deseos propios. Yo la verdad no los entiendo cuando me dicen todo eso. ¿Que saben ellos de mi árbol? Ellos hablan desde afuera, y los de afuera son de palo. A mí eso se me hace tibio, cómodo, hueco, diría casi desalmado. Pero si hasta son capaces de aparecerse con otro árbol para sacarse al muerto de encima, porque no hay nada peor que un muerto en vida.

  Lo que más me duele es irme de viaje a encontrarme con mis raíces y dejarlo solo acá entre las otras plantas sanas o sanadas y resucitadas por mis propios dedos verdes. ¡Pobre árbol! ¿Quién le va a dar charla? ¿Quién le va a hacer compañía y prodigarle contacto físico, caricias y miradas, aunque sea por unos días, como lo hago yo? A nadie en el mundo le importa tanto este árbol como a esta boca de jarro. Y de tanto hablar del árbol enfermo y de lo que debe hacerse, sólo para defenderme de los comentarios que se sienten como bofetadas a mi sensibilidad de jardinera, ¿saben lo que me pasó? Me enfermé yo. Nada grave esta vuelta, por suerte. Una simple faringitis. Pero créanme que es recurrente. Siempre que me voy de boca por defender lo que considero mis principios más nobles y férreos, mis ideales de amor y vida y mi dignidad de jardinera dedicada, me pesco una faringitis y me quedo muda por unos cuantos días, para alegría de unos cuantos que me conocen y me soportan. Cosas de la enfermedad que siempre viene a darnos una lección de silencio frente al misterio que significa y de humildad frente al sufriente, aunque no seamos capaces de entender o siquiera aceptar el misterio que a todos no envuelve y nos revuelve.



A boca de jarro

domingo, 24 de febrero de 2013

Pongo rumbo al horizonte




 "Puse rumbo al horizonte
y por nada me detuve,
ansioso por llegar
donde las olas salpican las nubes.


  Y brindar en primera fila
con el sol resucitado,
sentarme en la barandilla
y ver qué hay del otro lado.

Y cuanto más voy pa' allá
más lejos queda,
cuanto más deprisa voy
más lejos se va."

                                                       "El horizonte", Joan Manuel Serrat.

  Me jugué y gané la apuesta ampliamente, señoras y señores. Aunque no me pone contenta ver que tan sólo la referencia al sexo resulte un gancho tanto más eficaz, un caza lectores tanto más eficiente que el intentar pensar sobre la compleja y diversa realidad que me toca vivir, que es la propuesta de este espacio de reflexión en el que últimamente se ha estado hablando de emociones negativas y enfermedad porque es eso precisamente lo que estoy transitando. La entrada sobre inteligencia erótica arrasó en número de visitas y comentarios, simplemente por el título, ya que está basada en una charla que seguramente la mayoría de quienes visitaron la página no escucharon, por el tiempo que insume, la barrera del idioma y la ausencia del material que muy posiblemente buscaban y no encontraron. No me cabe duda de que ese largo texto que resume las opiniones de la sexóloga Esther Perel, mechado con mi propia visión y vivencia del deseo en la pareja de larga duración, que podría rotularse como poco sexual, pacata, pasada de moda y hasta con cierto tufo a moralina, desilusionó al importante número de visitantes que llegó a ver de qué se trataba pero que no se encontraron con el contenido que imaginaban. Apenas dieron con una señora sexy en un video, con un parecido poco casual a Sharon Stone en "Bajos Instintos", al pie de una larga reflexión personal de lo más aburrida. Y, sin embargo, sólo por la mera mención del erotismo en el título, superó cómodamente en números a todo lo que he venido escribiendo este verano acerca de una realidad que, igual que el sexo, nos afecta a todos, pero, a diferencia del sexo, deserotiza y espanta, porque nada tiene que ver con el culto al placer y la juventud de nuestros tiempos: los cambios en la edad media de la vida y la enfermedad.

   Mis últimas entradas han sido fiel reflejo de todo el espectro de emociones negativas que afloraron al sentir que perdí la salud y con ella gran parte de lo que me identificaba con un "yo" agradable para mí misma y aceptable socialmente, sobre todo, desde lo funcional y lo estético: mi hermoso cabello largo que comenzó a debilitarse y a caerse, mis grandes ojos marrones que se secaron, se inflamaron y enrojecieron, la boca que prodigaba besos mojados y que ahora necesita de agua permanentemente, que saboreaba ricos platos que ahora producen ardor e inflamación y que hablaba y canturreaba sin parar en dos lenguas sin cansar la voz que hoy se resiente, mis articulaciones, que limpiaban, escribían, bailaban y ejercitaban sin dar queja y ahora duelen, mi piel que se bronceaba en verano y en la cual los perfumes resaltaban y ahora se reseca o erupciona como un volcán al mero contacto con la luz solar o un cosmético. Todo esto me hizo enojar y entristecer, ya que me forzó a tomar conciencia de mi finitud, llegando repentinamente a una edad en la que no esperaba algo así, a un punto de mi ciclo vital en el que habrá cambios incómodos aunque no letales que tendré que aceptar para los que la medicina no parece tener cura. Se me hizo claro que entré en un terreno que solemos temer porque aprendemos desde muy pequeños que nos hace feos, poco valiosos, invisibles o visibles a miradas que lastiman, porque incomoda, es desagradable y hasta nos hace sentir culpables de comportamientos pasados. Desde esta actitud de edadismo que llevamos impresa a fuego es desde donde también muchos afrontan la vejez misma y todo lo que ella conlleva: canas, arrugas, cambios corporales considerados antiestéticos, la supuesta falta de deseo y potencia sexual generada principalmente por lo que social e hipócritamente se espera del sexo y se toma como norma, falta de energías y vitalidad, achaques, dolor y muerte.  Por eso es que hacemos e invertimos tanto tiempo y dinero en retrasarla, disimularla u ocultarla.

  A pesar del desconcierto que me producen los síntomas, a mis 44 años, una historia clínica sana y sin un diagnóstico definido todavía, ha sido muy interesante comenzar a transitar este camino de enfermedad que seguramente ha llegado a mí para enseñarme alguna valiosa lección que necesito aprender, para abrirme caminos de indagación personal que conduzcan a un destino incierto pero seguramente más auténtico y más conectado con lo esencial así como a la aceptación de la realidad ineludible de que la vida es cambio permanente. Pero más interesante aún resulta ver cómo reaccionan los otros frente a ésto, quienes de un modo u otro me acompañan, desde sus propias y entendibles limitaciones, como las mías. Algunos, muy cercanos, se enfurecieron conmigo hasta los gritos, acusándome de estar generando o agrandando yo misma el escollo con mi actitud temerosa que dio paso al enojo, la ansiedad y la desesperanza por momentos y que, según ellos, es lo que más enferma, a pesar de que no se adopta por voluntad propia: es lo que sale, lo que hay. Esos gritos, con rótulos y revelaciones acerca de la imagen que proyecto en quienes los profirieron, dolieron mucho. Otros intentaron tranquilizarme haciendo comparaciones con otros seres que se enferman mucho más seriamente, razón por la cual debería yo considerar lo que a mí me pasa una nimiedad sin importancia y seguir adelante sin prestarle mayor atención. Por supuesto me conmueve ver a esa chica de no más de veinte que vive en mi calle y se pasea con su cabeza pelada por el efecto de la quimio y con su pequeña hija de la mano. Me apena profundamente descubrir, al entrar al negocio de uno de mis mejores vecinos, que el tumor que le extirparon el año pasado se ha extendido y ha tomado ganglios, y verlo desmejorado y deprimido aunque de pie y trabajando, igual que yo. Pero yo, como esa chica sin pelo y mi vecino con cáncer, vivo dentro de mis zapatos. Puedo ponerme en los zapatos del otro por un rato, puedo empatizar y compadecerme, pero no puedo dejar de conectar con lo que siento que falla en mí y que hasta hace poco funcionaba bien. Como bien lo explica mi estimado y respetado Antonio H. Martín, autor de la bitácora Cuaderno Nocturno, en uno de sus últimos textos, "A partir del caos": "De momento, sólo diré que parece que cada uno tiene su particular estilo, un modo personal de percibir y de reaccionar ante los hechos de la existencia, como una actitud natural no elegida, un lenguaje individual, y desde ahí camina y vive."
  
  Entiendo que la actitud con la que encaramos la existencia toda, en las buenas y las malas, no se elige a voluntad de un menú disponible, y que resulta harto difícil manejarla o dominarla de acuerdo a lo que nos conviene. De otro modo, no habrían muerto cientos de miles de almas en campos de concentración y sobrevivido sólo algunos que, con su enorme entereza y sabiduría, han dejado testimonio de la actitud de vida que permite lograr superar semejante atrocidad, como Viktor Frankl, por ejemplo. Se intenta no sufrir ante el dolor y la pérdida, pero no es tarea simple. Me admira lo que llaman "la práctica del no sufrir" de la que hablan los budistas. Según dicen, Buda vino a enseñarnos que aunque el sufrimiento es parte de la condición humana, no es necesario. Esto no quiere decir que el dolor no exista –el dolor es inevitable ya que sentimos. Sin embargo, insisten en que al practicar el arte del no sufrir, se aceptan los hechos de la vida y las lecciones que nos vienen a enseñar. Si estos hechos son dolorosos, naturalmente sentiremos dolor, pero no lo intensificaremos mentalmente agravando la historia que creamos y diciéndonos: "Esto es devastador. No puedo soportar  vivir así. Es demasiado para mí. Me va a arruinar". Según dicen, somos capaces de convertir el dolor en ganancia, de escribir un relato heroico de los hechos en el que el dolor sea una parte importante de nuestra curación y liberación y no una historia que nos confirme como víctimas y nos condene a un sufrimiento aún mayor. Se debería poder renunciar al sufrimiento y así dejar de aprender lecciones a través de traumas, conflictos y enfermedades para llegar a ser capaces de comenzar a aprender directamente del conocimiento en sí. Pero me temo que yo no he llegado a ese grado de iluminación o no he aprendido todavía a romper con este karma, aunque no pierdo las esperanzas. 

   No es mi intención regodearme en la infelicidad ni escribir sobre lo que se ha ido para no volver. No es mi intención dar lástima, dejar salir el vapor de mis malos humores o buscar que quienes me leen y comentan se vean forzados a darme ánimos y a ir perdiendo el interés de leerme porque sé que la temática no exhala positivismo ni alegría, y eso tiende a espantar hasta a los más compasivos de los seres. Por lo tanto, aquí hago un alto en el camino, me doy una pausa, me tomo las vacaciones que no me tomé de los médicos que encontré, los exámenes de laboratorio y los desvelos y pongo rumbo al horizonte. Entre tanto, me voy reincorporando, visiblimente distinta, diría desmejorada, pero es una impresión subjetiva comparada con aquella que no volveré a ser, a la rutina escolar de mis hijos y a mi trabajo, y continúo con los tratamientos paliativos y a la espera de definiciones. Todavía me quedan un par de buenos especialistas más por consultar, que por fin han regresado de sus vacaciones. Por eso éste es el verano de mi descontento, el más largo de mi vida, casi un invierno con poco sol. Me refugio en las caricias y el apoyo de mi núcleo más íntimo: mi esposo y mis hijos, mis verdaderos soles. Y cuando vuelva, tal vez haya crecido y podré dar algún otro testimonio más luminoso e interesante, algo más de una nueva "yo" que haya crecido y aprendido las lecciones necesarias del camino de la enfermedad que le ha tocado transitar, como a tantos. Me llevo una cita que publicó otro autor de blog amigo:


"Tu enfermedad refleja una desarmonía interior, en tu alma. Tu enfermedad es tu aliada, te señala que mires en tu alma, a ver qué te sucede. ¡Dale las gracias: te brinda la ocasión de hacer las paces contigo mismo!"

Cita de Ghislaine Lactot tomada de "Sánate a tí mismo" por mj en Eternauta.       

¡Que así sea!  

 
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