miércoles, 25 de abril de 2012

Matemática... ¡aquí no estas!


Desde temprana edad, haciendo cuentas sentada en el pupitre de un colegio de monjas y resolviendo problemas matemáticos como tarea para el hogar por la noche, cuando mi papá, que era el "bueno" para los números en casa, me podía dar una mano después de su larga jornada laboral, me asumí como una negada para la matemática. Me aburría, superaba mi entendimiento, sólo valía dar con el resultado correcto, al cual a menudo no llegaba por algún error procedimental (o quizás mental, a secas...), y todo mi esfuerzo parecía en vano. Así que me di por vencida y me convencí de que lo mío eran las palabras, las lenguas. Creo que el asumir esta teoría de que si somos malos para los números, somos aptos para las lenguas, y viceversa, es cosa bastante frecuente, y además creo que ha habido cierto refuerzo en el discurso adulto en mi paso por la escuela para creerla cierta.



De chica también conocí a Adrián Paenza como periodista deportivo, y aprendí, también junto a mi padre, a entender de fútbol mucho más que de matemáticas. Mi papá solía decir, lleno de admiración, que Paenza era profesor de matemática. Yo asumía que era lógico que se dedicara al fútbol en los medios antes que a enseñar matemática, por unas cuantas razones que ya por entonces se me hacían obvias, incluyendo las cifras que se ganan por una y otra tarea. Hoy, Adrián Paenza, licenciado y doctor en ciencias matemáticas por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y periodista deportivo, vive en Estados Unidos y escribe libros de divulgación científica en los que demuestra ser un apasionado por el descubrimiento y los desafíos. En su intento por demostrar que la matemática puede ser sumamente relevante y estimulante si está bien planteada, no deja de admitir algo que aquellos que nos hemos asumido como nulos para ella intuimos:

"... la matemática no puede ser disfrutada por los alumnos, sencillamente porque quienes la difundimos terminamos dando respuestas a preguntas que la gente no se hizo. Y eso es, inexorablemente, muy aburrido. Estar sentado frente a una persona que responde a lo que yo no me pregunté es, cuanto menos, un sufrimiento. Y encima, existe el poder que tiene el docente que no le permite al alumno que se levante y se retire. Por eso creo que deberíamos empezar por reformular qué queremos enseñar, por qué lo queremos enseñar, qué problemas intentamos resolver y cuáles son las curiosidades de los chicos que vamos a ayudar a evacuar. La vida es al revés: uno primero tiene problemas, luego trata de resolverlos, y finalmente, cuando advierte que ciertos patrones se repiten, formula una teoría. Si el proceso frente al estudiante es al revés, o sea, primero le explicamos la teoría y después le fabricamos artificialmente un problema que él no tiene, es posible que no le interese. Ahora, el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante para vencer la barrera docente-alumno (en matemáticas al menos)."  

Ahora se me hace claro el por qué de tanto hastío y frustración. Y lo peor es que, a pesar de que hay gente valiosa como Paenza que dice estas cosas a boca de jarro y encabeza la lista de best sellers locales, las matemáticas siguen siendo igualmente aburridas y poco convocantes para mi hija como lo eran para mí cuando yo iba a la escuela, por la sencilla razón de que se insiste en plantear el aprendizaje "al revés".


A una niña de nueve años en pleno siglo XXI se le enseñan en clase de matemática los números romanos a través de una tabla de conversión entre los números arábigos y las letras mayúsculas a las que los romanos les asignaron un valor numérico XXVIII siglos atrás... En los sitios de internet que he consultado para asistir a esta niña en sus arduas tareas de pasaje de nuestro sistema de numeración al romano durante las últimas tres semanas, se advierte que este tipo de numeración debe utilizarse lo menos posible, sobre todo por las dificultades de lectura y escritura que presenta. No obstante, la maestra de matemática arremete ferozmente, proponiendo actividades carentes de utilidad e incluyendo cifras que van mucho más allá de los valores para los que normalmente se emplea esta numeración. Lo que es aún más triste es que jamás les explicó a sus alumnos, nativos digitales, para qué se usan estas complejas entidades en la actualidad. Tal vez si por allí hubiera empezado, todo el esfuerzo que conlleva lidiar con este fardo se habría hecho menos penosamente inútil. Es tal como afirma Paenza: "el día en que comprendamos que la verdadera tarea de un docente es generar preguntas y saber descubrir las curiosidades que tiene un chico, entonces habremos dado un salto cualitativo muy importante...". Mucho me temo que ese día está aún muy lejano. 

La numeración romana se emplea hoy en los números de capítulos y tomos de una obra escrita que raramente consultará una niña de nueve años, en los actos y escenas de una obra de teatro que aún no lee, en los nombres de papas, reyes y emperadores que aún no estudia, en la designación de congresos, juegos olímpicos, asambleas y certámenes que le son ajenos, en algunos relojes que ella descarta por complejos y antiguos, prefiriendo los digitales, y en el registro de la fecha de construcción de algún monumento o lugar histórico importante que no puede visitar. Es que cuesta muchos dólares que sus padres no pueden siquiera comprar aunque tuviesen ahorrado el dinero, ya que hay restricciones en los montos de la compra de dólares en nuestro país actualmente. Y hay que ver lo que cuesta hoy lograr reunir esos cuantos miles de pesos y convertirlos a dólares para llevar de paseo a una familia tipo a visitar monumentos con inscripciones en números romanos a la vista.... Para calcular esto mis matemáticas son infalibles.



Matemática... ¿Estás ahí? es el título que Paenza ha utilizado para su colección de libros y así hacernos ver que seguramente los números están ahí, a la vuelta de la esquina, en nuestra vida cotidiana y esperando que los descubramos, que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del purgatorio de la clase de matemática que tantos hemos vivido y aún hoy padecemos para descubrir las maravillas y grandezas de esta ciencia sin dudas apasionante para muchos. Porque de eso se trata: de darle relevancia y aplicación concreta a un saber que, al ser encriptado, se vuelve estéril. Mientras tanto sigo trabajando en formas de ayudar a esta niña a aprobar su prueba del viernes de números romanos a base de memorizar tablas complejas, y me sigo agarrando la cabeza porque la matemática... ¡aquí no está!

A boca de jarro

domingo, 22 de abril de 2012

Ser o no ser


"Si alguien no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escuche un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota..."    Thoreau                                            


En mi labor como madre de dos niños en edad escolar y docente, e incluso frente a mi propia respuesta emocional e intelectual frente a la vida, me veo confrontada a diario con preguntas del estilo: ¿Este comportamiento, reacción o rendimiento es normal? Preguntas de difícil respuesta si las hay. Y lo que es aún más difícil es tener que aplicar un estándar para evaluar, para calificar, para medir, para decidir quién aprueba y quién no aprueba, quién está dentro de los parámetros aceptados y aceptables, y quién se queda afuera. Esto cada vez me resulta más odioso, tal vez porque ahora soy madre, y veo lo que este tipo de juicio conlleva y lo que puede generar sobre la autoestima del ser en plena etapa evolutiva y formativa, o sobre el adulto mismo frente a su circunstancia particular. 

                                            

Como madre normal del siglo XXI, suelo llevar a mis hijos al chequeo de rutina con el pediatra. Los pediatras invariablemente recurren a tablas estadísticas que los remiten a percentilos con los que se determina si un niño es normal en términos de peso y talla. La relación entre estas medidas se obtiene por un cálculo matemático que arroja como resultado el conocido y siempre temido BMI (Body Mass Index), o Índice de Masa Corporal (IMC), bajo cuya dictadura vivimos unos cuantos. 


Presto atención y escucho lo que el pediatra me dice, pero miro con cierto recelo las tablas. La verdad es que, de acuerdo a una tabla como la del IMC, muy pocos de nosotros podemos considerarnos normales, ya que los cuerpos de los individuos raramente se ajustan a esos índices, aunque sean perfectamente normales. Mi abuela gallega se habría espantado si algún médico le hubiese dicho: "Señora, usted necesita bajar unos kilos, porque de acuerdo a esta tabla tiene usted sobrepeso". Para mi abuela, oriunda de Vivero, el lema era:"Dame gordura y te daré hermosura", pero han cambiado los tiempos...



Lo mismo sucede con el rendimiento de los niños en la escuela. El hecho de que a la mayoría de los niños les resulte relativamente fácil alcanzar ciertas habilidades o destrezas a cierta edad no significa necesariamente que quienes no lleguen a alcanzarlas al mismo tiempo, o quizás se les adelanten al resto, sean raros.

A veces, la rareza es sinónimo de genialidad o de algo extraordinario. Todos sabemos que Albert Einstein, una de las mentes científicas más brillantes del siglo XX, era considerado por sus maestros como un verdadero fracaso escolar, probablemente por encontrar la escuela aburrida. Me pregunto quién debía enseñar y quién aprender ante la presencia de tanta genialidad incomprendida. El mismo Einstein sentenció:

"Los grandes de espíritu siempre han tenido que luchar 
contra la oposición feroz de mentes mediocres."

"Pero todavía sigo sin entender a las mujeres..."
Y si seguimos pensando en grandes incomprendidos por la mediocridad muchas veces considerada como normalidad, podríamos incluir a Van Gogh, Miguel Ángel, Shakespeare, James Joyce, Hemingway, Cervantes... ¿Se imaginan lo que sus maestros habrán pensado o hasta sentenciado a la hora de evaluarlos? Imagino a Van Gogh siendo descalificado por pintar con trazos tan desprolijo...


Imaginemos a Miguel Ángel siendo calificado de lento por tomarse años para decorar la bóveda de la Capilla Sixtina. Hoy, la bóveda, y especialmente El Juicio Final, son considerados como los mayores logros de Miguel Ángel en la pintura, y poco importa el tiempo que le insumió engrandecerla.



O a Shakespeare, siendo desaprobado por escribir de forma tan extraña, y a sus propios contemporáneos y amigos de parranda, exhortándolo a escribir sonetos como enseñara el gran maestro Petrarca, o a evitar su honestidad sobre sus inclinaciones bisexuales al dedicarle sus versos a una misteriosa dama y a un joven de la aristocracia, o al meterse con temitas que rayan la locura...

                       
Imaginemos a Joyce, siendo reprobado en Lengua Inglesa por no ajustarse a usar los signos de puntuación correctamente. A Hemingway se le habría bajado el pulgar en sus escritos por hacer uso de una sintaxis simplona y por su tendencia al laconismo. Y Cervantes debería haber sido mandado al rincón por luchar contra los molinos de viento en plena clase de Lengua Castellana...



Hace poco escuché el discurso de agradecimiento que dio Jack Nicholson al recibir su primer Oscar. Se lo dedicó a su agente, quien años antes le había dicho que jamás llegaría a ninguna parte como actor. Hace poco también leí por ahí que Leonardo da Vinci y Anthony Hopkins tienen en común su dislexia, y es claro que este rótulo no les impidió descollar en sus oficios. Raros incomprendidos que pasaron a la inmortalidad gracias a no ajustarse a ningún parámetro ni estándar, gracias a lo cual ennoblecieron al género humano con su inconmensurable talento y visión creadora, con su capacidad innata de romper con el molde para erguirse como modelos e ir más allá de los encasillamientos.

Más allá de los genios, o tal vez, más acá, cabe preguntarse entonces ¿qué es normal y qué es anormal?  Michel Foucault, filósofo y psiquiatra francés, dijo en Los Anormales que "la anormalidad es una construcción discursiva que está atravesada por los condicionamientos políticos de una época que determina quién es normal, por ende quién es anormal, - "biopolítica" - y que tiene un poder sobre nuestras vidas - "biopoder" - que ejerce dictaminando qué es lo que se debe hacer con el diferente". Así, el diferente es un extraño que se convierte en anormal, y al etiquetarlo , todo el resto de los individuos que conforman la norma se quedan tranquilos, se sienten seguros dentro de lo que se rotula como su propia normalidad
  
Los rótulos tranquilizan a muchos y nos hacen instrumentos de un poder que puede resultar destructivo.

De acuerdo a Eduard Punset, quien hasta hoy insiste en que "Estamos programados, pero para ser únicos", "Cuando catalogamos a algo o a alguien de raro, lo más común es que nos refiramos a algo excéntrico y a veces descabellado. Pero a ojos de la estadística o de las matemáticas, raro es aquello que se aparta de la norma, de lo que más abunda. En el mundo que nos rodea, en muchos ejemplos, que algo sea raro no es más que un problema de probabilidad que se puede modelizar por medio de una expresión que en estadística se conoce como distribución normal".



                 

Este es un texto que escribí hace cosa de un año como colaboración para otro blog. Ahora lo retoco y publico aquí para recordarme a misma de todo esto cuando llega la hora de confeccionar el primer boletín de calificaciones para mis alumnos y de recibir los primeros informes de los docentes de mis hijos este año. Tal vez no haya rompedores de moldes ni genios en ninguno de los dos grupos. Sin embargo, hay seres humanos que no merecen cargar con rótulos que pueden marcar su destino de manera significativa si se dejan guiar por las etiquetas que solemos estamparles. La cuestión sigue siendo elegir ser, con todas las peculiaridades y particularidades que nos permiten ser con otros a quienes dejamos ser, con sus propias peculiaridades y particularidades, en la amplia diversidad del mundo, o elegir no ser, dando muerte a quienes somos en esencia. 


Les dejo además un video cortito para seguir pensando sobre el tema que también difundo siempre que tengo la oportunidad.

               

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A boca de jarro

miércoles, 18 de abril de 2012

Yoismo



Hay algo que noté últimamente en mi manía de autoanalizarme que me hace sentir un poco como aquel personaje de la película protagonizada por Jack Nicholson, "Mejor imposible" ("As Good as It Gets", 1997), un escritor de novelas románticas que padece un trastorno obsesivo-compulsivo (T.O.C.), y se le pasa lidiando con sus obsesiones y buscando formas para eludir todo aquello que lo neurotiza. Se podría tratar de una obsesión que me lleva a intentar eludir, aunque mayormente sin éxito, a las personas que abusan del "yo" en su discurso todo el tiempo, personas con quienes la comunicación se limita a ser el receptor pasivo y paciente de un monólogo en el que predomina la palabra "yo". Es a la tercera o cuarta vez que lo escucho cuando empiezo a notar el parloteo de mi mente que me dice:  

— Aguantá, ya sabés cómo viene la mano.... 

Siento que mis hombros y mi cuello se contracturan, que suspiro, que mi vista busca eludirse, que me dan ganas de pararme y salirme de la escucha ante la primer excusa que se presenta, pero, por lo general, soporto estoicamente intentando consolarme con que sólo se trata de un rato de vez en cuando.


A veces son personas con quienes mi vínculo es circunstancial o esporádico. Podría obviarlas, aunque sería descortés y pasaría por antisocial. Prefiero escuchar, paciente pero doliente, el monólogo compuesto por la superabundancia del "yo" y hacer como que está todo bien. Otros son vínculos de años, que siempre han sido así, y ya sé que no cambiarán: ni las personas, ni su discurso ni el vínculo.


Y es que, en definitiva, lo que irrita es que en un discurso yoista no entra la dimensión del receptor, no se lo registra, el "yo propio" no cabe. Es un discurso tiránico que te exige escuchar y no da lugar a comentar o a compartir pareceres. No escuchan. Se sabe que no habrá interés genuino por escuchar tu aporte a la conversación, por mínimo que sea, que serás interrumpido con una oración que irremediablemente responderá al modelo "Yo....". Y es ahí donde atacan los síntomas de mi propia obsesión.


Intento entonces practicar formas de serenarme: respiración consciente, poner la mente en blanco, pensar en lo estrecho del "yo" de esta persona, en su necesidad de volcar su catarata yoista por falta de otros oídos donde dejarla correr, apelo a la empatía, a la compasión, pero no hay caso: termino cargada. Mientras más busco formas de serenarme y soportarlo, menos las encuentro. Mi mente no se silencia, sino que padezco en silencio. Entonces no es posible abordar la calma. Surgen los sentimientos y los reconozco. Y aunque intente no identificarme con ellos, allí estoy, con mi "yo propio" enmudecido e irritado.


El discurso se expande lo que dura el intercambio: "Yo", "mi día", "mi salud", "mi trabajo", "mis logros", "mi pareja", "mi perro", "mis hijos", "mi casa", "mi auto", "mis compras", "mi mundo"... Ellos se convierten en todo eso que nombran, son puro"yo".
 

Dicen los psicólogos que lo que más nos molesta de los demás es precisamente aquello de lo que padecemos nosotros mismos. Por eso intento por todos los medios forzarme a no hacer un uso excesivo del "yo" en mis conversaciones. Se hace una pausa mental en mi discurso antes de que emerja con fuerza, respiro, contengo... ¿reprimo? ¡No, no y no! No quiero un "yo" tan pobre que no registre, que no escuche, que no dialogue.
 

Es hasta peligroso quedar atrapados en las garras del "yo" sin percibir lo que les pasa a quienes están alrededor. Los ejemplos entre los poderosos abundan.  Así nos va. Y aunque seamos seres ordinarios, no hay nada más triste que sólo tener un "yo" como tema de conversación. Por eso, ahora que llegó la hora de ir dejando por hoy, hago silencio y les cedo la palabra.


A boca de jarro

domingo, 15 de abril de 2012

Facebook y la felicidad



Según un informe publicado en el suplemento Ñ del diario Clarín del 5 de marzo, los resultados de un estudio del mes de enero que presentó Cyberpsychology, Behavior and Social Networking determinó que cuanto más tiempo pasa la gente en Facebook, más felices considera que son sus amigos y más triste se siente en consecuencia. Parece que al enterarse de todos los eventos sociales de los que quedan excluidos y que sus amigos hacen públicos en sus muros, surgen en ellos sentimientos de ansiedad, tristeza o desencanto, un cocktail de emociones perturbadoras que los psicólogos norteamericanos han clasificado como FOMO,  "fear of missing out" o "temor de quedar afuera". Esto aparentemente hace que muchas personas opten por dejar de seguir a algunos amigos, lo cual los psicólogos también explican como un proceso clínico natural denominado teoría de la selectividad socioemocional.

Constaté la veracidad de este fenómeno escuchando una conversación en el ómnibus camino al trabajo días pasados entre dos jóvenes veinteañeros. Hablaban de un amigo de Facebook en común que deseaban evitar, pero que indefectiblemente terminaba participando de todas sus reuniones al enterarse de ellas a través de sus muros. Este pobre indeseable no parecía responder al tipo que encaja en el síndrome FOMO, sino más bien se me hace alguien que se resiste a quedar afuera a pesar de no ser formalmente invitado. Cabría preguntarse para qué se tiene de amigo en Facebook a alguien que resulta desagradable, pero eso es harina de otro costal. ¿O tal vez no?

Algo parecido le sucede a veces a mi hijo adolescente que, a través de sus actualizaciones de estado y publicaciones, busca humanamente ser aceptado con el "ME GUSTA" de sus pares, y se siente defraudado cuando esto no sucede. Ser testigo del calibre de los intercambios adolescentes en el muro de mi hijo fue un motivo de infelicidad que me llevó a plantearme salir de allí urgentemente. Pero persistí por un tiempo quitándolo de mi lista de amigos y asumiendo que tenerlo en ella había sido un error.


Al leer este informe, me resultó paradójico que lo que lleva a algunos a abandonar amistades en Facebook sea lo que en principio me impulsó a crear mi propia cuenta allí. Sentía que me estaba quedando fuera de algo nuevo y multitudinario y quise ver de qué se trataba. Confieso que siendo una inmigrante digital nunca lo entendí, no le tuve mucha paciencia ni puse mucho ahínco, aunque me hice de más "amigos" en esta red social de los que puedo contar en toda mi vida real. Lo cierto es que, sin entenderlo desde un principio y de modo experimental, acepté a unas cuantas personas que me ofrecían su amistad sin siquiera conocerlas, por genuina curiosidad acerca de los motivos que los llevaban a querer entablar una amistad conmigo. Terminé interactuando con unos pocos con quienes me vinculo en otros ámbitos que me resultan más enriquecedores y manejables, por lo cual finalmente tomé la decisión de dar de baja a mi cuenta.

Tal vez jugó el factor emocional en esto, debo admitirlo, que entonces sería explicable como un síndrome de NO-FOMA. Estimo que el detonante fue el pasearme por el muro de una persona que colgaba cientos de fotos en las que se le veía feliz, en sitios espléndidos y acompañada, lo cual me hacía sentir algo incómoda, ya que se trata de alguien a quien frecuento en otro ámbito y sospecho que se mostraba en fotos especialmente tomadas para lucir bien en Facebook por despecho. En realidad, la está pasando terrible por mal de amores, para los que resulto ser una oreja paciente y empática. Quizás la idea sea mostrarle a quien le hace sufrir el bocado que se está perdiendo. De algún modo, me sentí cómplice de una mentira. Ante cada cambio de imagen, producción fotográfica mediante, me daban ganas de comentarle "Pero ¿quién te entiende?", mientras otros le daban sus "ME GUSTA".

Además, mi muro se parecía bastante al muro de los lamentos, aunque nunca hice aportaciones del estilo: "Estoy triste porque mi hijo está enfermucho", cosa bastante frecuente. Nunca subí fotos más que la propia, que jamás actualizo (deberé plantearme seriamente cambiar de foto de perfil de una buena vez, porque la chica de esa foto ya no es más la misma), alguna que otra imagen favorita y enviaba los links de mis entradas del blog, amenizando de vez en cuando con algún aporte que me parecía interesante. Mi muro posiblemente fuese sumamente aburrido, sin eventos, sin nada jugoso para husmear.

Otros muros, sin embargo, me resultaban interesantes y nutricios. Pero generalmente eran los que cosechaban cientos o más de mil suscriptores, y entonces sentía que mi conexión original con aquella persona se diluía inevitablemente entre tanta gente, me daba temor quedar fuera de lugar al comentar ante desconocidos, y terminaba paseándome de muro en muro sin hacer mayor contacto. Tenía varias amistades con muros de un perfil más bajo, similar al mío, en las que me encontraba con intercambios más intimistas en los cuales sentía que no encajaba tampoco. Y debo haber hecho algún que otro papelón al irrumpir en muros ajenos...

Temo que resulta difícil resistirse a la tentación de convertirse en una especie de voyeur en Facebook, lo que en la jerga del mundo virtual se denomina lurker: alguien que anda examinando los muros ajenos sin contribuir activamente. Y es allí cuando realmente me sentía mal, no por andar husmeando, sino por la pérdida de tiempo y lo adictivo que el perderlo de esa forma resulta. Andar de muro en muro simplemente por curiosidad, sin que medie un intercambio, me parecía como espiar por la ventana para ver en qué andan mis vecinos, pero hacer como que no pasó nada cuando salgo a la puerta y apenas los saludo. No obstante, según las estadísticas, la aplastante mayoría de los usuarios de las redes sociales somos lurkers, y me atrevería a decir que como vecinos, lo somos también.


En definitiva, siempre me sentí fuera de Facebook, sea porque no aprendí a darle buen uso, sea porque superó mi inteligencia emocional al procesar los intercambios, o porque entré con expectativas distintas al resto de los 844.999.999 usuarios cuyas vidas tal vez sean más o menos felices gracias a su existencia. Mientras tanto, yo seguiré procurando mi felicidad en otros sitios. Espero que todos aquellos que me tenían de amiga allí sepan comprender, sobre todo, aquellos a quienes considero realmente amigables.

A boca de jarro

miércoles, 11 de abril de 2012

Huelga a los deberes


Si las madres lo hablamos en reuniones familiares, de amigos o en la puerta del colegio, no pasa nada. Somos unas histéricas quejosas. Ahora si la cosa viene en caja de perfume importado de Europa y Estados Unidos, sale nota en el diario y todos los especialistas locales lo comentan en los medios, se les da razón a los que saben. Es que nadie es profeta en su tierra...  Y no hay nada más persuasivo y contundente como un libro escrito por un graduado de una prestigiosa universidad norteamericana para darle credibilidad a un hecho cotidiano, a una verdad de perogrullo. Por eso con gusto me uniría a la huelga de los deberes que se lleva a cabo en Francia por estos días.

Los deberes son odiados por los niños en los primeros grados de la escuela primaria, tanto como por sus padres y por sus propios maestros, que deben corregirlos. Hoy los especialistas dicen que este odio no es infundado, ya que carecen de utilidad pedagógica, y contrariamente a lo que se piensa, traen más desventajas que beneficios.

Los beneficios pedagógicos de la tarea para el hogar están bajo la lupa en el hemisferio norte y se encuentran derrotados por la cantidad de efectos nocivos que generan:  agregar horas a la ya extensa jornada escolar de los niños, crear conflictos familiares a la hora de sentarse en casa a hacerlos, ponernos a los padres en el rol de profesores particulares, generar una injusta desigualdad entre quienes reciben ayuda de los adultos paternantes y quienes no a la hora de abordarlos y, sobre todo, reducir o simplemente anular el tiempo del que los niños disponen para hacer lo que deben hacer los niños, es decir, explorar el mundo, crear, hacer actividades recreativas que los conecten con la naturaleza, con su cuerpo, con el arte y la cultura sin ser evaluados y jugar.

Varias veces en este espacio dejé salir el humo de mi pava hirviendo al tener que a hacer de maestra de mis hijos pequeños ante la asignación de actividades absurdamente largas, mecánicas y aburridas bajo el pretexto que refuerzan el aprendizaje del aula. En verdad, los padres somos los verdaderos especialistas en el tema, los que hacemos malabares entre criar e instruir hijos cuando el colegio nos endilga esa responsabilidad que no nos compete y en muchos casos nos excede.

Hoy se escuchan voces que dicen que "La idea de que las tareas enseñan buenos hábitos de trabajo o fortalecen la autodisciplina y la independencia es un mito urbano." ¡Qué alivio verlo publicado en el periódico! Alguna vez, al expresar mi alarma frente a otras madres ante la pobre calidad y el apabullante calibre de lo que se le asignaba a mi hija cuando cursaba su tierno primer grado (que de tierno tuvo bien poco), una madre me respondió: "Mejor. Así se los prepara bien para la universidad." Lo cierto es que mi generación no hizo ni la mitad de todas las cosas que hacen estos chicos a contraturno, jugábamos y leíamos más, y no nos fue tan mal en la universidad. Mientras que los resultados que obtiene esta generación de chicos híperexigidos desde su más tierna infancia no demuestran que sepan más o que les vaya mejor en sus estudios secundarios y universitarios. Pero el mundo en el que viven no es el mismo, aunque nos empeñemos en que aprendan de la misma forma en que lo hicimos nosotros. Al menos, por fin se empieza a verbalizar la idea pedagógica subyacente que tantos ignoran: el tema no pasa por la precocidad en la demanda ni mucho menos por la cantidad o complejidad de lo que se les asigne, sino por la madurez y la unicidad de cada niño y el interés y la relevancia que se genere a través del aprendizaje.


A mayor volumen de tareas forzadas, menor parece ser el interés con el que los niños pequeños arremeten con ellas y con su escolaridad.  La escuela y la tarea se convierten en un mal necesario que todos acatamos por el deber ser. Hay libros publicados como el de Alfie Kohn, educador norteamericano autor de El mito de las tareas escolares, y los padres franceses agrupados en la Federación de Consejos de Padres y Alumnos de Francia (FCPE), están protestando a través de una huelga por la que decidieron no hacer los deberes por dos semanas. La FCPE quiere que todos los actores, incluidos los padres, los enseñantes o los directores de los centros, participen en la que denomina como "quincena sin deberes". Se trata de "reflexionar e imaginar otras relaciones familias-escuela y otros medios de comunicación distintos de los deberes y las notas, como lo hacen muchos enseñantes". En Francia una circular prohíbe desde 1956 encargar deberes escritos a los escolares de primaria, pero en muchos casos no se cumple. Creo que todos somos conscientes de que erradicarlos es misión imposible.

No es casual que esto suceda. Hacemos que los niños vivan sus vidas como adultos pequeños  a pesar de que como adultos no tenemos idea del mundo que les depara el futuro a esta generación de niños. Difícilmente podamos prepararlos apropiadamente para él.

Los adultos estamos desequilibrados, desenfocados, desorientados. Los niños pierden su equilibrio. En eso les va la calidad de su infancia y de sus más valiosos años formativos. Y a pesar de las voces que se vienen alzando a favor de cambios necesarios en el paradigma educativo, como las de Ken Robinson, Howard Gardner, quien introdujo el concepto de inteligencias múltiples, Richard Gerver, el catalán Eduard Punset, y, localmente, Susana Mahuer, psicoanalista especializada en niñez y adolescencia, seguimos acatando el adagio que reza: "La letra con sangre entra". 

Probablemente la cúpula educativa tome todo este planteamiento de serias implicancias a risa, como lo hizo el Ministro de Educación francés al enterarse de la huelga a "los trabajos forzosos fuera del horario lectivo" y seguiremos resignándonos a pensar que fortalecen buenos hábitos de estudio aún cuando hablemos de niños que todavía no pueden estudiar, sino aprender a través de experiencias formativas y significativas que respeten su identidad infantil y la realidad del mundo que los circunda. Mientras tanto, yo celebro una huelga al deber de hacer los deberes aunque la  pregunta obligada que le vaya a hacer a mi hija cuando la retire del colegio hoy, y la que resuena a la salida del colegio cada día después de "¿Cómo te fue?", sea necesariamente "¿Te dieron mucha tarea?". Desafortunadamente, estimo que estamos formulando las preguntas equivocadas.

A boca de jarro

domingo, 8 de abril de 2012

Vivencia de Pascua



"Se como el grano de trigo que cae en tierra y desaparece,
       y aunque te duela la muerte de hoy, mira la vida que crece."
                                                       Cántico de Misa.

Mi fe solía ser mucho más fuerte, menos miedosa, más ardiente. Estoy segura de que desde la cruz Él me entiende. A menudo transitamos por el desierto. Habrá que darle tiempo al tiempo.

De todos modos, para estas fechas me acerco al templo, participo de algunos ritos que me colman de paz y me invitan a la autoindagación. Además, este año me sirvió para conectarme más de cerca con la realidad que estamos viviendo como sociedad.

Había gente de distintas condiciones sociales allí rezando fervorosamente. Gente por las calles camino a la iglesia revolviendo la basura en busca de alimento o lo que sea. En la entrada al templo, escuché de refilón una conversación entre un cura muy carismático y una familia que le solicitaba la bendición especial, "Esa que Usted hace con los óleos", para un familiar de quien le dieron el nombre. El sacerdote los miró a los ojos, apoyó su mano sobre el hombro del hombre, y le dijo:

Amigo, ésto no es magia.

Más que nunca me parece que estamos ávidos de magia, esa magia que vamos a buscar equivocada pero humanamente a la iglesia para estas fechas. Estamos huérfanos de la mirada de quienes deberían pastorearnos, huérfanos de pastores.

Pero más allá del duro panorama que se nos presenta como país y como mundo, la vivencia de estos días es propicia para retrotraernos a nuestro paso por aquí hasta el hoy. Pascua es "paso", y la entiendo desde la fe y mi concepción de la vida como la compleción del ciclo Vida/Muerte/Vida en el que creo sin poder encontrarle explicación racional.

El Vía Crucis que pasó por la puerta de casa es parecido al balance que muchos hacemos a cierta altura de la vida adulta si nos hemos asumido como adultos concientemente. Miramos las estaciones de nuestra vida, las caídas, los logros, los errores, las traiciones, los tramos difíciles bien llevados, los sueños que se concretaron y los que quedaron pendientes, lo que podemos transformar por nuestro bien o lo que tenemos que soportar de nosotros mismos, y cargamos con todo ello tomando la decisión psíquica y espiritual de aceptar toda nuestra historia y asumir que cada parada nos hace nuevos, que no somos ni nunca seremos quienes proyectábamos ser a los veinte años ni el año pasado, pero aquí estamos, vivos. Hemos muerto varias muertes y nacido a una nueva vida cada vez hasta llegar aquí, y sobrevivmos si elegimos no estancarnos en la amargura y el desencanto, sino conectado con la vida a pesar y más allá de todo, sabiendo que lo que nos espera al final abre la puerta a la trascendencia, no en grande, sino de la que hemos sembrado con las pequeñas semillas que plantamos en tierra día a día.

Las estaciones de nuestro vía crucis vital pueden ser hitos, heridas que cicatrizan lentamente, bendiciones. Marcan un camino de crecimiento, de ascensión hasta alcanzar al ser que hoy somos. Son momentos transformativos y purificantes que implican un paso evolutivo en nuestro crecimiento personal. Ojalá nos demos un tiempo en medio de este mundo tan convulsionado para la introspección y el hallazgo del significado de nuestro paso por la vida y la huella que va dejando.

Les deseo una Pascua así.


A boca de jarro

jueves, 5 de abril de 2012

De lo bueno hay poco




"... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
                                                                                                         Stefan Zweig

Hay pocos libros y películas  capaces de transportarnos a un nivel que nos transforma después de haberlos vivenciado. Pocos que después de su lectura o vista hagan que nada sea igual porque nuestro imaginario se impregna de sus creaturas como si hubiésemos tenido un vívido sueño al interactuar con ellos. De esos que nos dejan pinturas mentales de lugares a los cuales nunca hemos ido, que tal vez ni siquiera existen, con sus colores, sus ruidos y olores, o indicios de tiempos en los que jamás vivimos o que jamás fueron. De esos de los que nos convertimos en cómplices de por vida.


Hay pocos personajes que se nos hacen próximos, conocidos, amigos, como si habitaran el mundo real o a veces aún más íntimos que personas de carne y hueso que conocemos y tratamos. Hay pocas emociones con las que empatizamos profundamente, que nos hacen reír a carcajadas, llorar a lágrima viva, resonar en la pena, el miedo, la angustia, colmarnos de un ancho sentido de justicia poética, dicha, plenitud o que simplemente nos dejan pensando y abren las puertas de nuestra imaginación para seguir dibujando posibles finales alternativos, episodios que continúan con una trama resuelta años después. 



Nuestra vida y hasta nuestros sueños se enriquecen y se ennoblecen gracias a la calidad de tales obras, ya sea en forma de libro escrito o plasmadas en la pantalla del cine, aunque no nos hacen mejores personas, ni nos dan recetas para vivir mejor. Al contrario, muchas veces nos muestran el camino a la ruina, a la infelicidad absoluta, al abismo más oscuro. Y sin embargo, vibramos colmados de placer estético y en absoluta sintonía con la humanidad de lo que se nos despliega, a punto tal que lamentamos llegar a su fin por el temor a no encontrar ningún otro que nos conquiste y nos absorba con la misma intensidad, como sucede con los abandonos amorosos: tememos ser incapaces de volver a enamorarnos con la misma pasión.


Sucede, igual que con los amores, que la vivencia, el atractivo y la opinión es personal e intransferible. El que ha sido inigualable para uno tal vez sea totalmente prescindible para otro, el que viene con recomendaciones de bueno de alguien quizás resulte insulso y carente de atractivo para uno. Y pasa también que depende del momento de la vida en el que se cruzan en nuestro camino. Su trama debe llegar a la trama narrativa de nuestra propia existencia en el momento en el que  mejor encaja, y sólo así se entrelaza con ella.


Lo que la obra tiene para contarnos se liga a la masa de nuestra propia identidad y al relato de nuestra biografía. Como con los hechos de nuestra existencia, la memoria de esas obras colabora agigantando los detalles que dejaron las palabras o las imágenes por sobre los hechos que cuentan, y frecuentemente olvidamos giros del argumento en crudo aunque recordamos el eco de la esencia que nos hizo retenerlos. Queda el residuo del fluir discursivo del que somos lectores o espectadores, tal como queda el recuerdo de lo que fuimos protagonistas y que más tarde narramos a quien quiera escucharlo ajustando aquí o allá con la ayuda de la memoria y agregando una pizca de ficción sin ninguna maldad, sólo para hacer la narración más atractiva o digerible. 


El mundo seguirá girando igual tras habernos sumergido en una de esas obras que dejan huella, pero sabremos que existen otros mundos paralelos. Nuestra vida seguirá siendo la misma, pero percibiremos otras vidas en nuestro interior sin tener que asumirnos locos, sin tener que abandonar nuestro rincón de lectura favorito o la butaca del cine para ir a parar al sillón de un psicoanalista y confesar que hemos desarrollado algún trastorno mental.

Y me pasa cada vez con más frecuencia que no sé cómo encontrar escapes tan sanos. Será que he perdido el sentido del olfato. Ir en busca de un libro o una película del tipo que surte ese efecto de un antes y un después no me resulta tarea fácil. Me hundo en la desconfianza al entrar de cacería en las boutiques del consumo donde se exhibe en primera plana lo último, lo más vendido, lo snob, lo que se nos vende por bueno.


Estoy con ganas de toparme con un trago largo y fuerte de esos con la certeza de que lo que me depara se apoderará completamente de mí mientras lo ingiera a cambio de mi entrega incondicional al placer y la demanda de la aventura de autoindagación a la que me zambullo. Si saben de algún ejemplar capaz de surtir ese efecto, por favor avisen.


A boca de jarro

lunes, 2 de abril de 2012

La leyenda del pehuén errante


 A mi hijo mayor, que está cursando el segundo año de su bachillerato, le han dado a leer La leyenda del pehuén errante. A su edad, yo comencé a leer libros clásicos de literatura española y argentina regularmente en mis clases de Lengua y Literatura, pero ahora, a mi hijo se le ha solicitado un texto escolar en esta materia que sólo contiene extractos de libros y textos cortos como este. Los adolescentes de la generación de mi hijo en general piensan que leer es un plomo. Y ahora, que ha corrido la versión de que los libros que superan una cierta cantidad de plomo en tinta resultan ser tóxicos y por eso se habría restringido su importación, supongo que la idea quedará reforzada. 

 Hace treinta años hoy, cuando tenía también la edad de mi hijo, me levanté para ir a la escuela y me informaron que estábamos en guerra. Me llenó de perplejidad y angustia. No entendía. Sigo sin entender las guerras, y me llenan de pena las jóvenes vidas que allí se truncaron y perdieron.

 He leído esta leyenda con detenimiento. Estoy conectada con los cambios por los que está atravesando mi hijo adolescente, con el confuso rumbo de los destinos de mi tierra y con los árboles como metáfora de vida, desde lo estacional y lo vivencial. Es una narración simple, llena de poesía, que ofrece varios niveles de lectura. Intentaré transmitirla brevemente. 

 Cuentan los indios de la soberbia Patagonia argentina, que cierta vez una ñuke (madre india) al ver que llegaba el invierno y que su esposo Kalfü-Kir, el gran guerrero, no retornaba al calor de su hogar o ruca (choza araucana), rogó a su hijo que saliera a buscarlo por todo el valle y más allá de las montañas. El koná o joven, provisto  de alimentos y abrigos por su madre, inició la marcha a pesar de las nevadas que se avecinaban. En su camino por el frondoso bosque se encontró con un pehuén, una araucaria patagónica considerada sagrada, y como no podía seguir de largo sin hacerle una ofrenda colgó sus zapatos de unas de sus ramas. 




 Al proseguir su marcha dio con una tribu desconocida que después de recibirlo cordialmente, le robó todo lo que tenía y lo ató de pies y manos para que no pudiese moverse, dejándolo expuesto a la furia de las fieras salvajes. Su madre, que presintió la desgracia, salió a buscarlo, y en el camino encontró los restos de su esposo Kalfü-Kir, y como signo de duelo se cortó los cabellos que cubrían su frente. Luego prosiguió con la búsqueda del muchacho. El koná estaba a punto de expirar cuando de pronto vio en la lejanía a un pehuén y clamó en su angustia, " ¡Oh, si tú fueras mi madre, tú, noble árbol! ¡Ñuke, ven!"




 Fue entonces cuando el pehuén desgarró sus raíces de la tierra y se acercó al joven indio. Lo cubrió con sus ramas, lo defendió de las fieras con sus espinas, lo alimentó con sus frutos y aisló la nieve que caía sobre su cuerpo. Entre tanto, llegó la abnegada mujer y le desató las ligaduras haciéndolo revivir con sus caricias maternales. Agradeció ella al árbol su bondadoso gesto ofrendándole también sus zapatos. Entonces emprendieron el viaje de regreso, acompañados por el pino sagrado hasta dónde fue necesaria su protección. Cuando finalmente llegaron a su ruca, el árbol se detuvo allí con ellos y hundió sus raíces lentamente en el suelo donde se quedaría para siempre brindando su sombra y protección a ese hogar y dando como fruto nuevos brotes. Los ancianos de la tribu dieron al lugar el nombre de Ñuke, porque el hijo así había llamado al árbol en su agonía, y según se cuenta, este nombre fue cambiado al nombre de Neuquén. De las semillas desprendidas, los sabrosos piñones, crecieron árboles que como eran descendientes del árbol sagrado, se multiplicaron tan rápidamente que originaron densos bosques, todos nacidos del árbol madre, que recorrió todo el mundo o Mapu en busca del otro árbol: el pehuén macho con el que se sentía emparentado.





 Recordé al terminar de leer la leyenda junto a mi koná adolescente que en el jardín de mi casa paterna había una bella araucaria que plantamos luego de haber descubierto su esplendor en nuestro primer viaje a la Patagonia argentina. El árbol creció demasiado para nuestro jardín, y sus raíces resquebrajaban la pared medianera, por lo que se tomó la decisión de removerlo. Lloré el día en que sucedió como lloré el día en el que me informaron que estábamos en guerra. Tenía la edad que hoy tiene mi hijo, que por estos tiempos está comenzando a transitar un bosque que, si bien ha cambiado su paisaje, es el bosque que la humanidad ha tenido que atravesar siempre para crecer, exponiéndose a las inclemencias climáticas, a las fieras salvajes, a los maleantes al asecho y los reveses del destino errante. Dicen que los destinos guían a quienes los aceptan, pero arrastran a quien se les resiste. Habrá que aprender de esta madre india a confiar en el sagrado y sabio poder de la naturaleza hasta que por fin llegue el tiempo en el que dé sus frutos.





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